Capítulo 9
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El probable quién y la incógnita del por qué
Pasé el día siguiente
tranquilamente, contestando mensajes y preparándome tapas, aperitivos, cafés,
etc. pues ya no hacía ninguna comida consistente a una hora regulada, sino que
iba picoteando todo el día. Parecía que llevaba a cabo una particular “campaña de globalización” con el objetivo de ponerme
redonda.

- Como no los viera alguna persona con tierra por esa parte -explicó
Marisa - o que estuviera faenando ese día… Es un sitio abandonado de la mano de
Dios, no se acerca nadie por allí para nada, a no ser que vayas a trabajar la
tierra o a la ermita.
- Oye - le dije- ¿dónde para Pedro? Llevo un par de días sin
verlo
- Lleva mucho jaleo con la comisión de festejos de la
urbanización. Este año le ha tocado a él estar en la Junta y ya empiezan a
preparar todo para la fiesta de agosto - me contó Marisa- ¿quieres que le diga
que pase esta tarde?
- No, déjalo tranquilo, ya nos veremos - le contesté.
Llegó el Sr. Joaquín por la tarde, con el semblante
contento. Nada más entrar en casa, me dijo:
- Se va estrechando el círculo.
He consultado censos, libros de la parroquia, etc. y ¿a que no sabe quién lleva
el apellido Mur aquí en la urbanización? - tenía ganas de decirle que yo ya me
lo imaginaba, pero no quise robarle ese momento de gloria al bueno de Joaquín.
- ¡Su vecino! - me gritó, poniendo un énfasis concentrado en la “ci” de vecino,
él que era todo contención e inexpresividad.
- En este momento no podemos creer nada todavía. Lo que
tenemos que hacer, es centrarnos en esa persona, estudiarla, desmenuzar sus
intenciones, y si es lo que buscamos, albricias, y si no, pues buscamos otro
posible candidato.
Sonó el timbre de la puerta con insistencia y familiaridad.
Precisamente era Pedro, que se quedó sorprendido al ver a Joaquín.
- Hola, Pedro, le dije. Pasa, pasa, haznos compañía un
ratito.
- No, gracias, es que tengo prisa, pero como me ha dicho
Marisa que preguntabas por mi…
- Sólo era para saber cómo estabas - le contesté - Pero pasa
un poco, hombre, nos ayudarás en las pesquisas.
- Tú que eres de por aquí y conoces a tanta gente - le dijo
Joaquín lanzándole la pregunta trampa -¿no te sonará alguien de la urbanización que lleve el apellido Mur?
- ¿Y quién se llama Mur? –preguntó mostrándose extrañado.
- Es que se ha descubierto que el segundo apellido del chico
francés era Mur y de que su madre era de La Cardelina.
- ¿Quién ha dicho eso? ¿Sánchez? – interrogó Pedro
- No, él no nos ha dicho nada.
- Ya preguntaré entre los vecinos, a ver si alguien sabe
algo - dijo mientras se ponía de pie. -Ahora tengo que irme, que tengo prisa- Y
cuando ya estaba cerca de la puerta, añadió como de pasada:
- Bueno, yo tengo el Mur entre mis apellidos, por si os
sirve de algo.
Yo le dediqué una sonrisa y me mordí la lengua para no
decirle lo que tenía a punto de soltarle, que era “pues igual sí que nos
sirves, porque eres lo que estamos buscando”. Mientras tanto, nuestro nuevo amigo Víctor, me refiero al de Claudine y mío, estaba completamente entregado a la causa de Tony Lemonier, y a la mía, aunque fuera indirectamente. La última noticia que nos dio fue alucinante.
Había regresado por segunda vez a
visitar a los padres de Toni a Toulouse, y charlando con ellos de toda la
historia de la familia, anécdotas, etc. salió a colación el testamento que el abuelo Pedro dejó hecho antes de morir. Parece ser que él seguía siendo el
propietario de la casa y las tierras que sus padres le habían dejado en La Cardelina, y que
especialmente su hermana mayor, Pilar, había disfrutado y usufructuado, además de
trabajarlas, todo hay que decirlo. Si ya fue difícil aceptar el reparto de la
tierra fijada en las disposiciones testamentarias, porque todos los familiares se sentían perjudicados, más complicada resultó aún la
interpretación de una cláusula que nadie entendía. Y es que Pedro, el testador, decía:
“… y la cabana que hay entre las
higueras, que quede en la familia, para mis tres hijas y los suyos si ellas
faltaren, que lo que allí hay, bien me pertenece y pagado está con creces”.
Pensaban los familiares, que a lo mejor no interpretaban
bien el español y decidieron mandármelo a mi por si encontraba algún sentido al
misterioso mensaje, porque creían que se les escapaba algo y, la verdad, no se
atrevían a ponerlo en conocimiento de cualquiera.
En la reunión vespertina con Joaquín, vimos que pensábamos
los dos lo mismo: en esa cláusula estaba la clave de lo que buscábamos, un
móvil para los asesinatos. Desde luego, no era cuestión de divulgarla, pues si la
gente imaginaba, como bien sugería el mensaje, que en la cabana podía haber algo de valor, probablemente en pocas horas se
vería invadida por una legión de curiosos, por no decir buscatesoros.
Llegados a este punto, lo primero que se imponía era
localizar la cabana. Y, ¿qué eran exactamente las cabanas? pues unas
construcciones aisladas, que se hacían en los campos para guardar el material
de trabajo y, en ocasiones, permitir pernoctar a los trabajadores del campo. La
mayoría de ellas estaban bastante camufladas en el paisaje y con su austera
construcción se pretendía que no llamaran la atención y pasaran lo más
inadvertidas posible. Se encontraban especialmente en tierras de secano.
Para conseguir la información que necesitábamos, Joaquín, me
explicó, que lo primero de todo era necesario localizar a la hermana de Pedro, Pilar. Si ya no vivía, intentaríamos contactar con sus descendientes. Se trataba de obtener datos, lo más discretamente posible, de dónde tenían la
tierra, etc. Aunque, desde luego, la cabana
ni mentarla.
Dicho y hecho, el eficiente detective al día siguiente ya me
trajo la información que necesitábamos, ya sabíamos un poco más. En realidad, me contó Joaquín que
ni siquiera tuvo que ir hasta La Cardelina, porque conocía a algunas personas que estaban bien informadas sobre el tema. Mejor no hacernos notar mucho, me
dijo.
Entonces, sacó su libreta de
notas y me leyó lo que le había contado un señor mayor que vivía en Huesca,
pero que era del pueblo.
“La tierra que tenían los Mur no
es que fuera un gran patrimonio, pero daba para vivir. Tenían los campos
bastante lejos, hacia Siétamo, eran los últimos del término municipal de La
Cardelina. Pedro se marchó después de la guerra a Francia, no porque se hubiera
distinguido en ninguna acción especial que le hiciera temer represalias, pero
es que algo le debió pasar, porque se le veía muy amargado. Un día les dijo a
la familia “me voy” y aquella noche ya no durmió en casa. Se fue a casa de unos
paisanos que vivían en Pau. Su padre no se recuperó de esto. Era el único chico
de la familia y fue una bomba.
Se quedó en casa Pilar, que más tarde se casó con un
agricultor, Paquito, pero ese hombre no estaba hecho para el campo, no supo
sacarle partido a la tierra ni a la suya ni a la de la familia de Lola. Ahora
mucha la tienen medio abandonada. Han tenido solo zagalas, nada, una pena,
porque se han dejado perder todo por no trabajar lo que les tocaba”.
Y una señora un poco más joven, que debía haber sido de la
pandilla de Joaquín, le comentó:
- Con Pedro nos conocíamos de
toda la vida ¿no ves que allí en el pueblo estábamos juntos todo el día? En la
escuela los chicos iban con el maestro y nosotras con doña Esperanza, pero al
salir de clase siempre estábamos juntos, sobre todo cuando ya empezamos a ser
más grandes. Es que éramos muy pocos.
Pedro era muy buen chico,
estudioso pero travieso, muy espabilao. Lástima aquella guerra, que se llevó
por delante lo mejor del pueblo y, lo que quedó… ya nunca fue como antaño. No se
sabe qué le pasó a Pedro, con lo buen zagal que era. Se han dicho muchas cosas,
pero no me creo ninguna. Cuando marchó a Francia se fue con los de Mora, que ya
se habían establecido un poco antes y estaban bien situados. Dicen que se
enteraron de que alguna vez vendía joyas, ¿de dónde las había sacado? Porque de
su familia no, que no les faltaba para comer, pero tampoco les sobraba para
oros y platas. El caso es que los Mora se lo sacaron de casa, porque no querían
problemas. No le puedo decir más, sólo que no acabaron muy bien”.
Joaquín levantó la vista del papel y me miró por encima de
sus gafas. En mi cabeza resonaban palabras sueltas, que me daba la impresión de
que eran las mismas que él oía.
- Esto de las joyas es nuevo –le dije- ¿verdad, Joaquín? Y
podría ser una buena pista-
- Sí, desde luego –me contestó- como la cabana.
- ¿Qué podemos hacer ahora? Tendríamos que saber cómo consiguió
esas joyas, si las guardaba en la cabaña… Si eran de alguien que le pidió que
se las escondiera, o si él se las sacó a alguien…
- No es fácil saber lo que pasó
aquellos días en esta zona, esto era una frontera. El terreno o la casa que un
día eran de un bando, al día siguiente era del otro. Gente que estaban en un
sitio, querían pasar al otro, a veces porque pensaba que estaban mejor, otras
porque se les había quedado la familia en la otra parte, o la casa.
- Joaquín, estamos a dos pasos
del final de esta historia, no vamos a pararnos aquí, tenemos que seguir
adelante, en la buena dirección. Si le parece bien, vamos a dividirnos el
trabajo, Vd. buscará información en el archivo militar, en el histórico, allá
donde pueda haber un papel que de cuenta de lo que pasaba aquellos días en la
Cardelina. Yo consultaré por internet hemerotecas, informes oficiales, lo que
sea.
Y así, hablando hablando, se nos pasó un buen rato. No
habíamos terminado todavía de hacer proyectos y propósitos, cuando sonó el
teléfono. Era Javier, que llamaba para decir que tenía novedades. Le dije que
Joaquín estaba en casa conmigo y que nosotros también teníamos muchas cosas que
contarle. Suplicó ¡No os mováis, por favor, que llego en 20 minutos!
Curiosamente, pensé, Javier, que
era mucho más joven que yo, siempre me había tratado de tú, mientras que el
comedido Joaquín, casi de mi edad, aún me hablaba de Vd. Cosas.
Bueno, cuando llegó nuestro
periodista, le soltamos todo lo que habíamos “descubierto” atropelladamente. Y
lo que nos imaginábamos, también.
Entonces, nos empezó a contar él
sus noticias que, desde luego, se complementaban muy bien con las nuestras.
Explicó que, a raíz de aquél artículo en el que acababa pidiendo colaboración
ciudadana, para informar sobre el coche francés parado delante de la ermita,
recibió una llamada telefónica en su casa. Un señor, que debía ser ya mayor a
juzgar por el timbre de la voz y lo que gritaba, se identificó como Miguel, “el
palomero”, y le dijo que podía explicarle algo que seguro que le podía
interesar. Le dio la dirección de su casa y le dijo que podía ir a verlo cuando
quisiera. Javier fue para allí volando (metafóricamente hablando),
inmediatamente.
Miguel, desde luego, parece ser
que era bastante mayor. Llevaba un chaleco negro, una boina en su
cabeza y un bastón, sólo le faltaba una faja en la cintura. Vivía en las afueras de Huesca, en la carretera a Barbastro. Cerca de
su casa, llamaba la atención una especie de rascacielos en miniatura, o, para
ser más exactos, una caseta de cuatro pisos, estrechísima, que había
construido. El último de aquellos pisos era el palomar. Al lado de la puerta de
entrada a este pretencioso torreón, había puesto un banco de madera, bastante
confortable por cierto, y fue allí donde nos contó Javier, que pasaron todo el
rato que duró la charla, bastante tiempo.
- Mira, chico –le dijo Miguel- ya sé de qué casa eres y
conozco a tus padres, sobre todo a tu padre. Buena gente. Yo te voy a contar lo
que ví ese día, para que lo sepas, pero no me metas en ningún follón, ya he
pasado bastantes en mi vida, ahora solo quiero tranquilidad, entendido ¿verdad?
Así es nada de declaraciones ni emplear mi nombre para nada.
Javier le contestó que no se preocupara, y el hombre siguió
con su historia:
- Aquél domingo, me llegué un
momento por la mañana al taller de maquinaria agrícola que hay allí cerca del
hospital –explicó-. Por las mañanas siempre está por allí el dueño, hasta los
festivos, y quería hablarle del problema que tengo ahora con el tractor. Bueno,
sea como sea, cuando volvía a casa, en lugar de pasar por tanta autovía,
rotondas y no se cuántas tonterías más que van haciendo para marear al
personal, yo voy siempre por los caminos vecinales, los que van de finca a
finca o de casa a casa, vamos los de toda la vida. Los días de cada día aún te
vas encontrando algún vehículo, pero los domingos no se ve ni un alma. Ese día,
justamente, antes de llegar a san Roque vi que venía a toda velocidad un coche
de La Cardelina y que iba a la ermita. Y al pasar yo por allí, vi que había un
coche rojo aparcado y que sacaban cosas de allí para subirlas al coche que
acababa de llegar. No me preguntes marcas, porque no conozco ninguna, ni
colores, porque no los veo. El rojo se me ha quedado porque es el único que
distingo. El otro coche, era obscuro, no se nada más”.
Se percibía que Miguel quería ser
un testigo fiel a lo que había visto, y daba su testimonio lo mejor que podía.
-“Sobre cuantas personas había,
tampoco es que te pueda decir nada –prosiguió Miguel- porque no las distinguí,
ni se si eran hombre o mujer, aunque una cosa sí que te puedo asegurar, y es
que el del coche obscuro llevaba el pelo bien cano, vamos, blanco como la
nieve. Y es que lo pude ver bien, porque cuando pasaba yo por allí justamente
estaba él levantando la puerta del maletero
de su coche, y dudé si era hombre o mujer por aquél pelaje, pero al agarrar las
maletas de los otros, entonces me di cuenta
que era varón".
Después de haber repasado varias veces todo lo que Miguel vio aquella mañana y, viendo que ya no podía
aportar más sobre este tema, Javier cambió de tercio y le preguntó a su
informante.
- Miguel, ¿y Vd. no se acordará
de un zagal de la Cardelina que marchó después de la guerra a Francia?
- Hubo varios, ¿no me preguntarás
eso por Pedro Mur?
- Pues sí, justo por él ¿Cómo se
le ocurre eso? ¿Vd. lo conoce? ¡Que casualidad! –le dijo Miguel
- ¡No lo he de conocer! –exclamó-
tonteé muchos años con su hermana Pilar, pero al final no pudo ser. Era maja
aquella chavala. Pedro era un desgraciado, buen chico donde los haya, pero la
guerra le cambió mucho.
“Un día, te hablo ya de hace muchos años -continuó Miguel
bajando el tono de voz- la guardia civil iba preguntando a la gente si sabían
algo de Pedro, qué amigos tenía, que vida llevaba… parece que se sospechaba que
se había quedado algo que no era suyo, no se sabe cómo. Hasta se habían corrido
voces que guardaba lo que fuera en la cabana.
En más de una ocasión se la encontraron removida de arriba abajo.
- Si guardara un tesoro, ya lo habría venido a buscar –le
dijo Javier riendo
- A lo mejor no ha podido –contestó Miguel pensativo.- El
caso es que un conocido mío que tiene las tierras al lado, les pidió si la
podía emplear solo unos meses, pero no quisieron dejársela de ninguna manera.
Dijeron que Pedro, desde Francia, había dicho que ni se les ocurriera meter a
nadie. Ellos sabrán.