y un secretario muy borde
Perdí mi credibilidad en el despacho
del notario, toda. Y de la manera más tonta.
Por
una cuestión familiar, tuve que llevar un día unos papeles al despacho del
notario. Me abrió la puerta de aquél lúgubre piso un tipo alto y un poco siniestro, que, no
sé por qué, desde el primer momento me dio la impresión de que en sus ratos
libres era taxidermista. El caso es que, tampoco sé por qué, ese escalofrío que
me dio al mirar la figura del probable taxidermista, me trajo a la memoria la última vez
que había estado allí, cuando, estoy casi segura, me había atendido una
señorita muy amable que se llamaba Roser, así es que, por curiosidad y por
hacerme un poco la simpática y romper el hielo, le pregunté al señor raro si
había trabajado antes allí una señorita llamada Roser.
El
tipo me miró con atención, interrogándose para adentro lo que le pareció
oportuno, pero, desde luego, sin dignarse sacar nada para afuera, y contestó categórico:
- No,
aquí no ha habido ninguna señorita Roser.
Nada
más oír eso, estuve segura de que sí, que había habido una Roser y de que si no
estaba en ese momento por algo sería, como por ejemplo, que él la hubiera
descuartizado.
Este
pensamiento sin consistencia alguna, fue tomando forma y al medio minuto de
haberlo esbozado se presentaba en mi cabeza como si fuera una situación vista y
oída, vamos, vivida. Por un momento, yo misma me maravillé de mi clarividencia,
de cómo había detectado al asesino monstruoso nada más verlo y su horrible
crimen. Y fui más lejos en mis cavilaciones y corazonadas, llegando a la conclusión de que si ya tenía
identificado al asesino y a su víctima, sólo me faltaba descubrir el móvil que
había conducido a aquella tragedia.
¿Por
qué un monstruo semejante podía querer hacerle daño a una persona tan amable
como a la pobre señorita Roser?
Había
muchas probabilidades, desde luego: podía ser que él quisiera el puesto de
trabajo que ella tan bien desempeñaba; o, quizás, él se había enamorado de ella pero ella le rechazó; o él se
había aprovechado de un cliente en apuros (¡se conocen tantas, historias en una
notaría!), y ella descubrió el negocio turbio que se llevaba entre manos y lo
iba a denunciar al notario… o ¡quién sabe! igual el nuevo empleado trabajaba
en connivencia con el notario y ella quiso denunciarlos a los dos y él se
adelantó a acabar con ella en una especie de defensa propia…
Bueno,
estaba claro que si quería resolver ese caso, lo que se necesitaban eran
pruebas, no conjeturas. Tenía que desenmascarar al asesino y ¡vive Dios que lo
haría!
Lo primero que se debía hacer en una situación así, era transmitirle al sospechoso cierta inseguridad, que supiera que sabíamos lo que había hecho, que se diera cuenta que era acosado, que estaba en observación. ¿Por quién? Por mi, evidentemente. Y no es broma, que como dice el dicho chino, o japonés, “nadie hay tan pequeño que no pueda arañar” y por muy poquita cosa que yo fuera, estoy segura que él intuiría que tenía enfrente una rival de armas tomar. Bastaba hacerle notar mi determinación y fuerza, quizás esa presión le haría cometer algún desliz….
Lo primero que se debía hacer en una situación así, era transmitirle al sospechoso cierta inseguridad, que supiera que sabíamos lo que había hecho, que se diera cuenta que era acosado, que estaba en observación. ¿Por quién? Por mi, evidentemente. Y no es broma, que como dice el dicho chino, o japonés, “nadie hay tan pequeño que no pueda arañar” y por muy poquita cosa que yo fuera, estoy segura que él intuiría que tenía enfrente una rival de armas tomar. Bastaba hacerle notar mi determinación y fuerza, quizás esa presión le haría cometer algún desliz….
Movilicé mis X kilos de la silla, me
puse erguida con calma, miré unas fotos que había en la pared y di una media
vuelta rápida, enfocándome completamente delante del presunto, que sentado
detrás de un mostrador de madera, fingía mirar unos papeles, mientras me
lanzaba miradas intermitentes.
- Perdone – le dije- así pues… -
intercalé una pausa para aumentar la tensión- Vd. dice que no ha trabajado aquí
la señorita Roser…
- No, no ha habido ninguna señorita
Roser.
- Me acuerdo perfectamente de ella
–añadí, clavando mi mirada en sus gafas, porque hasta los ojos no llegué- era
una persona muy amable.
Silencio, el tipo raro no decía
nada, debía estar encajando el mensaje. Al final, después de mostrar cierto
desconcierto, volvió a mirar sus papeles. No digo “concentrarse” en ellos,
porque era evidente que estaba rumiando mis palabras. ¡Vale! ¡vamos por buen camino!,
me dije a mi misma, se está poniendo nervioso, muy nervioso diría yo.
Al cabo de unos minutos, que le
debieron parecer interminables porque yo no le quitaba ojo de encima y lo
notaba tenso, se levantó y fue hacia una de las salas. Volvió al poco rato con unos papeles en la mano.
- Dice el señor notario –me comunicó-
que lleve Vd. estos documentos al despacho de su abogado para que acabe de
completar el dossier y, cuando ya lo tengan todo, nos los vuelvan a hacer llegar.
- ¿Qué falta ahora? - pregunté
- El abogado se lo explicará.
Como recordé que el bufete del
abogado estaba bastante cerca de allí, fui directamente. Nada más llamar a la
puerta, salió a abrirme su secretaria, la señorita Roser.
- Hola, Sra. Torres, cuanto tiempo
sin verla. ¿Ya ha ido al notario a llevar el informe que preparamos?
- Sí, pero me han dicho que necesito
otro documento, aquí se lo explica –le dije alcanzándole los papeles.
Después de abrir un sobre cerrado,
que parecía lo último añadido al dossier, la señorita Roser, que lucía su mejor
sonrisa, pasó su mirada por encima del texto y, de repente, su expresión
risueña se transformó en una especie de mueca, como la cara de una muñeca
horrible.
- ¿Qué me falta llevar ahora? - le
pregunté
- Un informe del psiquiatra, en el
que certifique que Vd. no tiene ningún trastorno mental…
¡El imbécil del taxidermista! ¡eso era jugar sucio! Casi
estuve a punto de lanzarme al cuello de la pobre señorita Roser y apretarlo con
fuerza, a ella, que era tan amable y no
tenía la culpa de nada.
En aquél momento, decidí no parar hasta desenmascarar a aquél monstruo, a aquella mente fría y maquiavélica, aunque... bien pensado... ¿de qué le iba a acusar? ¡ya no había víctima ni móvil, ni, consecuentemente, asesino!
(Creo que la que suscribe debería estar un tiempo sin ver la tele...).